Ángeles y Demonios. La integración del equilibrio.
El caminante del bosque se movía lento por el sendero, entre luces y las sombras que se sembraban sobre el terreno debido a las ramas y las hojas que, buscando la luz del sol, luchaban por alcanzar el calor que les diera la energía para seguir sobreviviendo. Esa luz que lograban allá arriba causaba las sombras abajo, restando vida y sumiendo en la oscuridad a la vegetación a ras del suelo. Hojas secas y plantas yermas cubrían el camino, rodeadas de la oscuridad. Era un terreno estéril por la ausencia de la luz que acaparan las ramas altas, pobladas de hojas sin un ápice de compasión por lo que pasara aquí abajo..., meditaba el caminante. Sobrevivir a costa de condenar a los que se quedan en la sombra.
La voz de Silas contestó respondiendo a la pregunta que aun no había realizado el caminante, la voz suave, venía de dentro y a la vez de fuera.
— La luz crea sombras, para que algo brille algo debe ocultarse. La luz no es inocente. Tampoco culpable. La mera existencia genera responsabilidad por nuestras acciones, pero existir es supervivencia. La vida se abre paso a costa de otras vidas. Cuando la naturaleza se observa sin romanticismo, sin adornos, se muestra implacable. Cuando se mira con los ojos de la conciencia humana se desvirtúa.
La muerte de un impala recién nacido que es cazado por un depredador, podemos decir que es cruel, pero después de todo, el cazador, sólo busca alimentar a sus crías. Las hojas de ahí arriba buscan la luz del sol y aquí nos deja en penumbra.
Esa dualidad insustituible, Luz y sombras, ángeles y demonios, amor y odio, vivir o morir, es una continua confusión en el plano físico. Nace de la conciencia humana, que al despertar debe aprender a coexistir con la parte biológica, primitiva, instintiva del hombre.
Somos espíritu y carne en una lucha de poder. Y lo que para la naturaleza es equilibrio para el hombre es dilema. Dudamos por lo que el animal simplemente hace, sentimos culpa si dejamos que el instinto actúe sin vacilar.
El caminante del bosque llegó a un pequeño claro, el sendero se ensanchaba, el espacio entre los árboles era mayor y permitía que la luz del sol se extendiera con más libertad.
—¿Y cómo se puede vivir en paz en medio de esa contradicción? ¿Quién soy yo, si en mi habitan tanto un ángel como un demonio?
— Eres el testigo —contestó Silas—. No eres ni ángel ni demonio, aunque ambos viven en ti. Tu labor es observarlos sin identificarte ni decantarte por uno de ellos.
La parte animal desea, lucha, teme, sobrevive. La parte espiritual anhela la pureza, la entrega, la trascendencia. Ambos quieren gobernar, y tú debes descubrir el equilibrio en cada momento. De ese aprendizaje nace la experiencia: saber cómo calmar el conflicto y ajustar la luz.
Porque la luz, si es excesiva, también ciega. Y tanto el resplandor absoluto como la sombra total pueden dejarte en la oscuridad.
—La dualidad no es un error, ni una condena. Es la condición del viaje. El demonio que habita en ti no es maldad pura, como el ángel no es sólo bondad sin fisuras. El demonio representa tu impulso vital, tu instinto, tu fuego, tu deseo de permanecer alimentado por el ego. El ángel es tu anhelo de volver al origen, a lo eterno, de vivir sin peso, sin heridas.
—Pero si ya sé que el alma viene de la luz… —dijo el caminante, con un hilo de voz— ¿para qué la existencia en este plano? ¿Para qué el cuerpo, el conflicto, el dolor? ¿No sería más natural quedarse en lo absoluto?
Creyó sentir que Silas lo miraba desde lo profundo del bosque, contestándole con una mezcla de ternura y gravedad.
—Porque lo absoluto, sin la experiencia de lo relativo, no se reconoce a sí mismo. El alma es como la luz que no sabe que ilumina hasta que encuentra la sombra. En el plano del espíritu todo es unidad, pero no hay elección. No hay contraste, no hay historia. No hay libertad.
Hizo una pausa.
—Aquí, en cambio, puedes elegir. Puedes amar sabiendo lo que es el odio. Puedes perdonar sabiendo lo que es el daño. Puedes crecer sintiendo el peso de tus límites. Esta existencia no es castigo, es un laboratorio sagrado. Aquí se talla la conciencia. Aquí se pulen las aristas del ser.
Mira los árboles del claro.
—Ves como los troncos retuercen sus ramas buscando la luz. Pero sus raíces están hundidas en la sombra, en la humedad oscura al amparo de la tierra.
—Entonces… ¿no se trata de eliminar al demonio ni de imitar al ángel?
—Exacto —respondió Silas, con voz apacible—. Se trata de integrar. De conocer ambos, escucharlos, y elegir en conciencia. Ese es el verdadero libre albedrío: no seguir al primero que grite en tu interior, sino discernir. Esa es la alquimia del alma: transformar el conflicto en claridad, sin mutilarte, sin negar lo que eres. Encontrando el equilibrio
—Y cuando ya no quede nada que transformar… —susurró el caminante.
—Entonces despertarás —respondió Silas—. Pero no antes. Porque sin el barro del mundo, no habría flor de loto. Y sin este cuerpo, frágil y limitado, tu alma jamás sabría lo infinita que volverá a ser cuando regrese a lo absoluto y lo que lo contiene.
El caminante bajó la vista hacia sus manos, marcadas por el tiempo, por el dolor, por una vida que apenas recordaba pero que sentía en cada articulación de su cuerpo. Había comprendido algo esencial: que no hay buenos ni malos, que no hay luz sin sombra, que todo es consecuencia de un único movimiento universal. Sin embargo, algo más le dolía por dentro, algo aún no resuelto.
—Silas… —dijo finalmente— entiendo la unidad, la integración, la necesidad del conflicto para despertar. Pero... ¿Cómo se vive eso en la vida real? ¿Cómo se encuentra el equilibrio si todo cambia todo el tiempo? No es lo mismo ser niño, que joven, que anciano. No es igual aprender que desaprender. No se siente igual el impulso de la carne que el silencio de los años. ¿Cómo se vive con coherencia cuando uno mismo va mutando a cada paso?
La luz del bosque aumentó de intensidad al ritmo de un pulso lento, era Silas asintiendo levemente, como si ya esperara esa pregunta desde el principio del bosque.
—Porque vivir, caminante, no es mantener una forma... es danzar con la forma que tienes en cada etapa. No busques una coherencia rígida, como una estatua. La coherencia real es como el agua: fluye, se adapta, pero no pierde su esencia. No es el mismo río el de tu infancia que el de tu vejez, pero sigue siendo río.
—¿Y cómo sé qué me corresponde en cada momento? ¿Cómo no perderme en el juicio, en las dudas?
—Escuchándote —respondió Silas—. No escuchando solo la mente, sino el cuerpo, el alma, tus sueños, tus cansancios, tu rabia, tu dolor. El niño necesita jugar, el joven necesita explorar, el adulto necesita construir, y el anciano necesita soltar. Pero a veces se cruzan los tiempos: hay niños que nacen sabios porque traen memorias viejas, y hay viejos que nunca maduraron porque temieron mirar hacia adentro viviendo hacia fuera.
—Entonces... ¿el equilibrio no es una receta?
—No —dijo Silas. Es una conversación constante contigo mismo. Es preguntarte: ¿Quién soy ahora? ¿Qué necesita esta versión de mí? No lo que esperan de ti, no lo que dicta una etapa biológica, sino lo que tu alma te va susurrando.
—Y si me equivoco...
—Entonces aprenderás. Incluso errar forma parte del equilibrio. Nadie llega a la vejez sabio solo por vivir. Se necesita presencia. Se necesita atención. La madurez no es una edad, es una decisión diaria. Y la sabiduría, caminante, es el arte de abrazar tu contradicción sin juzgarte, y aún así elegir con conciencia.
Silencio.
El caminante del bosque respiró hondo, como si cada palabra de Silas se depositara en su pecho como una semilla. Comprendía ahora que vivir no era llegar a una respuesta definitiva, sino saber hacerse las preguntas correctas en cada etapa sin que importase la respuesta. La coherencia no era perfección, era honestidad con uno mismo.
Y el equilibrio… tal vez solo era la armonía entre los fragmentos que nunca encajaron del todo, pero que aprendieron a convivir en paz.
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