Ecos de soledad entre millones de estrellas.
La noche había caído como un manto de terciopelo sobre el bosque. El Caminante, tras lo que le parecieron horas de marcha, alcanzó un claro desde el que se abría el cielo en toda su inmensidad. Se tumbó sobre la hierba, con la vista fija en las estrellas. Aquellos puntos de luz no parecían simples cuerpos lejanos de gas y fuego. Había en ellos una vibración sutil, como si fueran ojos que lo observaban desde otro plano.
—Silas... —susurró sin mover los labios—, ¿Estamos solos en este universo?
Silencio. Solo el susurro de los árboles. Y luego, la voz suave y envolvente que parecía emanar del propio cielo:
—No lo has estado nunca. Ni tú, ni nadie.
—¿Existen otros mundos, otras formas de vida más allá de la Tierra?
—Desde luego —respondió Silas—, pero no son únicamente como las imaginas. No todos son de carne. Algunos son de luz, otros de sonido. Hay conciencias que nunca han habitado un cuerpo. Y hay almas que caminan en planos que tus sentidos aún no saben nombrar.
—Entonces... ¿Por qué sentimos este vacío? ¿Por qué nos sentimos solos?
—Porque confundís presencia con compañía. Y porque vuestra ciencia busca señales en frecuencias equivocadas. No se escucha el corazón con un telescopio, ni se percibe la conciencia con un radar.
—Buscáis fuera lo que tenéis dentro. Escudriñáis el cielo ansiando señales de otros seres, otras civilizaciones… mientras seguís sin comprenderos a vosotros mismos.
El Caminante no respondió. Solo respiró hondo, como quien se sabe alcanzado.
—Queréis abrazar a los habitantes de mundos lejanos —continuó Silas—, y sin embargo os cuesta saludar al vecino. Reclamáis paz con los que quizás ni existen, mientras mantenéis guerras con los que están al otro lado de una calle, una frontera, una ideología.
—Pero... —se atrevió a decir el Caminante—, ¿no es natural esa sed de contacto, ese anhelo de saber que no estamos solos?
—Sí, es natural. Pero también es paradójico. Anheláis el encuentro con lo desconocido porque habéis olvidado cómo habitar lo cercano. Queréis hallar armonía en planetas inalcanzables mientras el mundo que habitáis sangra por vuestra ceguera.
—Entonces... ¿estamos equivocados al mirar las estrellas?
Silas guardó un instante de silencio, como si midiera sus palabras con esmero:
—No, Caminante. Mirar las estrellas es un acto sagrado. Pero no para huir, sino para recordar. No para proyectar en ellas la esperanza que os negáis, sino para inspiraros a hacer de vuestra Tierra un mundo digno de ser encontrado.
El Caminante bajó la mirada. Sintió vergüenza, no por haber buscado respuestas allá afuera, sino por no haberlas honrado aquí.
—Quizá el verdadero contacto —dijo en voz baja— no es con otros mundos, sino con el alma del nuestro.
La brisa del bosque pareció susurrar una vieja sabiduría:
—Lo absoluto se encuentra en todo lo que habita en paz consigo mismo. Hasta que no aprendáis a convivir como una sola especie, no estaréis preparados para dialogar con otras.
El Caminante cerró los ojos. Imaginó otras almas, en otros mundos. Algunas quizás soñando con él del mismo modo que él soñaba con ellas. Y entonces comprendió que la pregunta ¿Estamos solos? no se refería sólo al universo físico. Era una pregunta más profunda: ¿Es la conciencia una isla o un océano compartido?
Silas continuó:
—Toda alma es un destello del Absoluto. Y el Absoluto no crea copias, sino infinitas variaciones de sí mismo. Así como en el bosque cada hoja es única, cada conciencia vibra con su propia melodía. Pero todas forman parte del mismo árbol.
—¿Y por qué no podemos verlas? ¿O hablar con ellas?
—Porque el velo del olvido es parte de la prueba. Porque antes de conocer a otros, debes recordar quién eres tú. El que no ha despertado dentro de sí, no puede comprender al que vibra en otro plano.
—Entonces... ¿Qué buscan esas otras almas?
—Lo mismo que tú. Comprender, amar, recordar. La sed de sentido es universal. Hay mundos donde no se habla, pero se canta. Otros donde no hay muerte, pero sí transformación. Y todos se preguntan por el origen.
El Caminante miró al cielo estrellado. No sintió respuesta, pero sí un murmullo, como si las estrellas respiraran.
—Quizá no estamos solos, pensó—. Quizá somos parte de un coro que aún no sabe que está cantando la misma canción.
¿Y si este cielo, con toda su belleza, no es más que una célula de algo mayor? ¿Y si nosotros... no somos más que una destello en el pensamiento de otro ser?
—Silas… —murmuró, sin esperar siquiera una respuesta inmediata—. ¿Y si no somos lo más alto? ¿Y si no somos el centro, ni los primeros, ni los únicos? ¿Y si somos creación de otros más sabios, más antiguos, más sutiles que nosotros?
La voz de Silas no vino como un susurro esta vez, sino como una presencia extendida por todo el firmamento. No habló desde fuera, sino desde dentro.
—¿Y si así fuera, caminante? ¿Cambiaría algo en ti saber que eres un experimento, una obra de arte, un intento… o incluso un juego?
El caminante dudó. ¿Cambiaría? Pensó en su dolor, en su historia, en sus búsquedas. ¿Importaría si su origen era divino o artificial? ¿Si su alma era obra del Absoluto o el capricho de una civilización estelar?
—Quizá me dolería —dijo al fin—. Sentir que no fui elegido, sino diseñado. No amado, sino ensamblado. Como si no tuviera alma, sino programación.
Silas respondió con ternura:
—¿Y no es acaso lo mismo que ha hecho la humanidad con sus hijos? ¿Acaso los que nacen por accidente son menos valiosos que los buscados? ¿Y si fueras creado, no podría tu alma haber florecido igualmente en ti, como brota una flor en una grieta?
—Entonces… ¿Es posible? —preguntó el caminante—. ¿Qué seamos creación de otros? ¿Qué haya seres que nos hayan imaginado… o incluso engendrado?
—Todo es posible —contestó Silas—. La conciencia se multiplica. Lo que para unos es creación, para otros es nacimiento. Puede que una raza más antigua os haya soñado. Puede que una mente cósmica os haya incubado. Puede incluso que viváis en una realidad contenida, como una gota dentro de otra gota. Pero el origen no define tu libertad. Ni tu valor.
Silas volvió a hablar:
—Tal vez sois el poema de alguien que quiso explorar la ternura. O el laboratorio de quien quiso comprender el dolor. Tal vez fuisteis creados para ser observados… pero también para evolucionar por vuestra cuenta. Como un hijo que crece más allá de los planes de sus padres.
—Entonces no importa si somos creación, semilla, o llama robada a otro fuego. Lo que importa es lo que somos ahora… y lo que elegimos hacer con ello.
Silas guardó silencio, pero el bosque entero pareció asentir.
El caminante suspiró. El universo seguía ahí, incomprensible, inmenso. Y, sin embargo, no se sentía pequeño. Se sentía parte. Porque, al fin y al cabo, una simple pavesa levantada por el aire también puede ser fuego.
Silas habló al caminante como un eco que brotaba desde el cielo:
—Crees que estás solo porque miras con los ojos de la carne. Pero la soledad es solo una percepción, no una realidad. El universo no está vacío: está lleno de presencias que no sabes nombrar. La conciencia, Caminante, no está confinada a cuerpos ni a palabras. Es una red viva, vibrante, que atraviesa el espacio y el tiempo. Una sinfonía de almas que se buscan, que se recuerdan unas a otras, aun sin haberse visto nunca.
—¿Entonces… estamos conectados? —susurró.
—Desde siempre —respondió Silas—. No por cables ni ondas, sino por el alma. Cada ser consciente es una parte de lo Absoluto y lo que lo contiene. No importa si ha nacido en la Tierra o en un sistema que nunca verás. La sed de verdad, el anhelo de sentido, el impulso de amar… eso no es humano. Eso es universal.
—¿Y cómo… cómo puede sentirse eso? ¿Cómo se cruza esa red?
—Desde el silencio. Desde la escucha. Desde el amor. Cuando contemplas el cielo y sientes que algo te contempla también… no es imaginación. Es sintonía. Porque no se necesita un lenguaje para sentir el calor del otro. Solo presencia. Solo apertura.
Silas habló con un tono distinto, más hondo, como si se derramara desde la raíz misma del tiempo:
—La soledad no es una verdad, es un síntoma. El hombre no está solo, pero se ha aislado. Ha confundido su inteligencia con supremacía, su lenguaje con verdad, su tecnología con sabiduría. Y en ese espejismo... se ha hecho ciego al resto del coro cósmico.
El Caminante permanecía inmóvil, como si su cuerpo supiera que aquello que escuchaba no era solo palabra, sino revelación.
—¿Y entonces… por qué nos creemos el centro? —preguntó, sin soberbia, sino con la honestidad del que quiere despojarse de su ignorancia.
Silas guardó un breve silencio, como si concediera al bosque el honor de responder primero. Luego, dijo:
—Porque es más fácil creerse el centro que reconocerse parte. Es más cómodo inventarse un trono que aceptar que uno es tan solo una nota en una sinfonía mayor. Pero el Absoluto no tiene centros. Es totalidad. Y todo en él es igual de sagrado: una piedra en una cueva lejana, una criatura de otro mundo, o tú, que miras el cielo desde este claro.
—¿Entonces no somos especiales?
—Eres único. Como cada hoja del bosque. Como cada estrella del cielo. Pero no por encima de nada, sino junto a todo. Tu valor no radica en ser el primero, el mejor o el elegido. Tu valor está en ser consciente de que eres parte.
El Caminante bajó la mirada. En el suelo, pequeñas luciérnagas brillaban como constelaciones en miniatura. Y por primera vez, no sintió angustia ante la vastedad… sino pertenencia.
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