El apego.
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El sendero se estrechaba hasta casi desaparecer, entre árboles, maleza que trepaba por los troncos y vegetación que, desde la tierra, luchaba por beber los escasos rayos del sol que llegaban al suelo. Ramas viejas, fracturadas, caían sobre el camino e impedían el avance del Caminante. Algunas de aquellas ramas seguían unidas al tronco tan solo por jirones de corteza: ya no recibían savia, no daban brotes, y sin embargo restaban fuerza al árbol que las sostenía. Se aferraban a un tiempo que había pasado para ellas.
El Caminante intentó apartar una de esas ramas secas con las manos: estaba hueca, casi inerte, pero pesaba como si contuviera toda la melancolía del bosque.
—¡Cuánto cuesta avanzar cuando lo muerto no se suelta! —murmuró, sin aliento.
Silencio. Solo el crujido del propio esfuerzo. Luego, la voz de Silas —calmada como agua profunda— sonó detrás de su pecho:
—Aquello que no rinde savia y, aun así, permanece unido, se llama apego. ¿Ves cómo drena la vida al tronco? Del mismo modo, los recuerdos que ya cumplieron su ciclo, las certezas que ya no nutren, cuando se aferran al alma, desgastan tu raíz.
El Caminante dejó caer la rama sobre la hojarasca y frotó sus dedos doloridos.
—Entonces… ¿debo abandonar todo lo que amé? ¿Cortar incluso lo que me dio identidad?
—No confíes la identidad a lo efímero —respondió Silas—. Amar sin apego no es soltar el amor; es soltar la ilusión de poseer lo amado. La rama viva no teme florecer cada primavera, aun sabiendo que la hoja caerá en otoño. El árbol no llora las hojas perdidas: nutre las nuevas.
El Caminante alzó la mirada: el dosel del bosque se arqueaba sobre él como una cúpula de verdor. Entre las copas se filtraba un rayo de luz que parecía señalar una rama quebrada, aún colgada en lo alto. El tronco —anciano y nudoso— gemía con un crujido sordo bajo su peso inútil.
—¿Cómo retiro esa rama sin herir al árbol? —preguntó.
—Con discernimiento —dijo Silas—. No todo lo que duele es enfermedad; a veces el dolor es la señal de que ya no hay vida ahí. Cuando el amor se transforma y lo retienes en la forma antigua, se pudre. Cuando permites que muera en su forma, renace como savia nueva.
—Si la corto —dijo con voz casi inaudible—, ¿quedará un hueco?
—Quedará una herida —respondió Silas—, pero sanará. Y donde hoy pesa muerte, mañana brotará un germen de vida nueva. El hueco no es ausencia: es espacio para el florecer.
El Caminante apoyó la mano en el tronco; percibió el latido lento de la savia bajo la corteza —un pulso que no difería del suyo. Se sintió árbol, y vio que las ramas secas de su existencia podían soltarse sin deshonrar el amor que fue. Comprendió que el apego es la memoria que se cree indispensable; el amor, en cambio, es memoria que se hace gratitud, y aligera la marcha.
Con un suspiro, siguió el sendero. Algo en su pecho se había desprendido, como madera vieja devuelta al humus. El bosque pareció respirarlo también: una brisa leve agitó las copas, y la luz se abrió paso con nuevos claroscuros.
Silas habló:
—El apego teme la muerte; el amor la atraviesa. Suelta lo que ya no late y caminarás más ligero. El corazón es vasto: no queda vacío cuando algo se marcha, se expande.
El caminante se sentó sobre un tronco seco, como un alumno que espera a escuchar la lección de su maestro, la voz de Silas continuó:
Primero habló del apego a la identidad. Le mostró cómo las palabras “soy el enfermo”, “soy el que busca”, " soy el que anhela" se pegan al pecho como etiquetas y, a fuerza de repetirlas, se convierten en una segunda piel. La corteza protege, sí, pero si la confundes con la savia dejas de crecer. Pregúntate quién eres cuando la etiqueta se cae —susurró el guía—, y notarás cómo la vida vuelve a ensancharse.
Después señaló la trampa del pasado. Los recuerdos gloriosos o las viejas heridas, dijo, son hojas secas que alimentan la tierra sólo cuando aceptas soltarlas; convertirlas en morada impide que la luz del presente te alcance. Honra lo vivido —insistió—, pero no cargues con ello como con un fardo eterno: deja que sea abono, no domicilio.
Sin detenerse, Silas llevó la atención del Caminante al futuro, a esas expectativas talladas en piedra que se desmoronan al primer temblor. El viento nunca firma contratos, recordó; dibuja mejor tus planes con lápiz, dispuesto a borrar y a redibujar cuando cambie la corriente.
Luego se detuvo en el lazo más tierno y más firme: el apego a las personas del que ya habían hablado. Amar, explicó, es ofrecer alas y celebrar el vuelo, no encadenar la forma del amor para que nunca cambie. Pregúntate si amas al otro o a tu idea del otro. Allí donde haya miedo a perder, abre la mano: descubrirás que la presencia acompaña mejor que la posesión.
En el terreno de lo material. Poseer no condena, pero permitir que lo poseído te posea, sí. Practica la gratuidad: entrega, comparte, suelta algo valioso con regularidad y tu corazón aprenderá que la abundancia nace del flujo, no de acumular. El agua estancada genera lodo y ese fango te lastrará el paso caminante. El aire que respiras y te llena los pulmones te da la vida, pero que sentido tiene retener el aliento.
Por último, nombró el apego más sutil: el que existe al propio dolor —o, en el extremo opuesto, a la comodidad que adormece—. Hay quien se aferra al espino porque teme el vacío de la mano libre; hay quien se instala en una butaca mullida y deja de mirar el horizonte. Reconoce esa costumbre, dijo Silas, y suéltala igual que se suelta una rama seca: el hueco dolerá un tiempo, pero después dejará pasar la luz que alimenta los brotes nuevos.
El sendero se fue ensanchando, libre de ramas y la vegetación que le cortaba el paso. El camino se volvió más amable, se sentía cómodo y ligero, con más fuerza para continuar por el bosque. Una suave brisa acarició su rostro, y en ese roce, escuchó la voz de Silas, envolvente como el aliento del bosque:
—Cuando sueltas lo que crees que te define, Caminante, descubres la inmensidad de lo que eres. El sendero no es más libre, tú lo eres. Y en esa libertad sin lastre, el bosque entero te abraza como uno de los suyos.
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