El Duelo.
La niebla del bosque era densa, surgió de la nada, cegándole el sendero. El Caminante avanzaba despacio, como si cada paso le costara recordar el propósito de su andar. Algo pesaba en su pecho, un sentimiento que no se disipaba. En su interior, la pena era como un animal dormido que despertaba con el más leve recuerdo.
Como cuando llegó por primera vez al bosque y, al acercarse a la niebla, notó la mano que sujetaba la suya; las siluetas humanas sin rostro que, aunque no podía nombrar, sentía cercanas. Su familia. A la que no recordaba… pero cuyo amor aún latía en su alma. Aunque no pudiera ver sus rostros, sentía su presencia como un abrazo suspendido.
—Silas... —llamó, apenas en un murmullo—. ¿Por qué duele tanto perder a quienes amamos? La voz del guía surgió pausada, como si también él respirara hondo antes de responder:
—Porque no se pierde solo un cuerpo, sino un espejo del alma. Una parte de ti. A veces, incluso, el propósito de la vida. Una madre que te dio el aliento. Un hijo que continuase tu legado. Una amistad íntima que conocía tus secretos, con el que compartiste tus risas y lágrimas. Un compañero de viaje, de aventuras de experiencias. Una pareja de baile que al marcharse te deja huérfano, abandonado en la pista, desubicado, y sientes que te faltaron tantas cosas por decir...
Al que parte lo sigues buscando en los gestos que no volverás a ver, en los sonidos de su voz que ya no llegan, en los abrazos que quedaron interrumpidos. En el aroma de su piel, de su cabello. En el brillo de un mirada que se apagó para siempre. En la risa que iluminaba tu camino, en el abrigo de sus caricias...
—Sé que la muerte es natural —dijo el Caminante—. Sé que todo tenemos que partir. Pero… ese vacío... esa ausencia... ¿por qué es tan insoportable?
—Porque os enseñaron a amar con apego —respondió Silas—. Os hablaron del amor como algo que se posee, no como algo que se comparte. Y lo que se posee, cuando se va, deja un hueco. Pero el amor verdadero… ese no se va.
El Caminante se detuvo junto a un tronco caído. Sentía el temblor en la garganta, esa fragilidad que precede al llanto.
—La pena es sagrada —susurró Silas—. Y el dolor es natural. Es parte de la experiencia en la forma carnal, lo que hay bajo ese dolor: es la gratitud. Solo duele tanto cuando se ama de verdad. Y ese amor, aunque ahora no tenga presencia física, sigue siendo un puente.
—¿Un puente hacia dónde?
—Hacia lo que no muere, a lo absoluto.
—¿Y qué es eso para quien se queda?
—El vínculo. La huella en el alma. El amor no desaparece con la muerte, solo cambia de forma. A veces se convierte en silencio que acompaña. Otras, en un sueño, en un aroma, en una certeza que llega sin motivo aparente. En un escalofrío que recorre tu espalda, en esa sutil brisa que hace que se te erice la piel del cuello...
—Pero… ¿y si no se siente? ¿Y si el vacío es más grande que la memoria? ¿Y si la pena no te deja ni salir de la cama? ¿Y si no puedes mas que llorar?
—Llora —dijo Silas—. Llora todo lo que tengas. Pero no para retener, sino para liberar. El alma que parte no se aleja, solo cambia de vibración. Y mientras tú le recuerdes con amor y no con desesperación, seguirá tocando tu vida en lo invisible. Solo han dejado la forma. Pero lo que eran en esencia, eso que tú amabas, sigue contigo. Porque tú también eres más que forma. Porque el alma que ama… nunca olvida del todo.
Lo amado se transforma. Y permanece donde el corazón está dispuesto a sentirlo. Lo definitivo no es la muerte, sino el amor que queda. Eso es lo que permanece. Lo demás es tránsito. Impermanente.
El Caminante colocó instintivamente una mano sobre su pecho. Sintió el pulso. Era leve, pero constante. Como un timbal que marcaba el ritmo de su existencia.
—Allí —continuó Silas—, en ese lugar que late, no por voluntad, sino por fidelidad a lo divino, reside lo que verdaderamente eres. El corazón es el único lugar donde el alma puede refugiarse sin miedo. Es allí donde lo perdido se transforma en memoria viva. Es allí donde el amor se queda, cuando la presencia se marcha.
—¿Entonces no se han ido? —susurró el Caminante, con los ojos húmedos.
—Nunca se van del todo. Lo que amaste se repliega en el corazón como la luz en la semilla. Lo que compartiste sigue latiendo en ti. No necesitas mirar al cielo ni al pasado. Solo cerrar los ojos… y escuchar.
El Caminante obedeció. Cerró los ojos. Escuchó.
Y por un instante —breve pero eterno— no sintió ausencia. Sintió calor. No oyó voces, pero percibió compañía. Era como si el alma de los que amó —y aún ama— vibrara dentro de él, no como fantasmas, sino como ecos de una misma melodía que aún continúa.
Silas habló de nuevo, más íntimamente:
—Mientras tu corazón esté dispuesto a amar sin aferrarse, a recordar sin esclavizarse al dolor, a agradecer incluso lo perdido… allí seguirá resonando la vida. No en lo que se fue, sino en lo que permanece: tu capacidad de amar, de recordar con ternura, de sentir lo sagrado incluso en la ausencia.
—Entonces el corazón no es solo un órgano que impulsa la sangre… —dijo el Caminante.
—No —respondió Silas—. Es un altar. No para adorar lo que se ha ido, sino para honrar lo que aún vive en ti. Allí, en ese santuario silencioso, no solo reposa tu alma. También un poco de las que han partido. No en forma, sino en vibración. No en palabra, sino en presencia. En el corazón no hay lógica sino verdad. El alma se anuda en él, por eso cuando otra alma se aleja o se marcha duele el pecho, porque un nudo se rompe y queda un vacío. Cuando dos cuerpos se abrazan sus corazones se sincronizan y sus almas recuerdan que son mas que un individuo, por eso un abrazo de verdad no se da, se comparte.
La niebla comenzó a disiparse. El bosque ya no parecía ajeno. Cada hoja, cada tronco, cada brisa era parte de una misma sinfonía. Una sinfonía que, desde el centro de su pecho, el Caminante ya no escuchaba como un forastero. Sino como quien, al fin, ha encontrado refugio.
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