El apego.
El sendero se estrechaba hasta casi desaparecer, entre árboles, maleza que trepaba por los troncos y vegetación que, desde la tierra, luchaba por beber los escasos rayos del sol que llegaban al suelo. Ramas viejas, fracturadas, caían sobre el camino e impedían el avance del Caminante. Algunas de aquellas ramas seguían unidas al tronco tan solo por jirones de corteza: ya no recibían savia, no daban brotes, y sin embargo restaban fuerza al árbol que las sostenía. Se aferraban a un tiempo que había pasado para ellas. El Caminante intentó apartar una de esas ramas secas con las manos: estaba hueca, casi inerte, pero pesaba como si contuviera toda la melancolía del bosque. —¡Cuánto cuesta avanzar cuando lo muerto no se suelta! —murmuró, sin aliento. Silencio. Solo el crujido del propio esfuerzo. Luego, la voz de Silas —calmada como agua profunda— sonó detrás de su pecho: —Aquello que no rinde savia y, aun así, permanece unido, se llama apego. ¿Ves cómo drena la vida al tronco? Del mismo...